Ayer, en la cola de espera del médico del Seguro Social, yo estaba sentado al lado de un señor. Por delante de nosotros pasó una joven mamá con su hijo de unos 4 años. La mamá siguió adelante buscando un lugar donde sentarse, pero al niño le llamó la atención el reloj del señor que estaba a mi lado, por otra parte un reloj muy común, y se detuvo para verlo, examinarlo, tocarlo. Así estuvo un rato, explorando el reloj en la muñeca del señor, un señor al que evidentemente el niño no conocía. Luego siguió el camino en busca de su mamá.
La señora que estaba al otro lado del señor comentó: “tan lindos…los niños…”
Este hecho me conmovió y me recordó mi primera visita a los q’eqchís. Mientras nosotros llegábamos a la ermita, en el centro de la aldea, la gente q’eqchí iba por los senderos, al llamado del tun y de la chirimía, en filas multicolores, acercándose al lugar de reunión. Ya allí todos, sobre todo ellas, hablaban y reían en un ambiente de alegría. Entonces yo todavía no entendía su lengua.
Pero había un lenguaje que entendí profundamente, que me llegó a conmover de una manera como pocas veces he sentido en las conversaciones habladas. Unos niños se acercaron a mi hamaca y comenzaron a tocar mi reloj y comentar y reírse entre ellos, tocaban el reloj, los botones de mi ropa, mis dedos, mis manos, las acariciaban, se miraban unos otros entre comentarios y risas. No cabe duda que en ese ambiente yo era algo raro para ellos, pero, sin temor de su parte, se estaban comunicando conmigo, me hacían llegar su belleza y su ternura. Imposible olvidar ese momento, uno de los más bellos de mi vida.
Después pude ir entendiendo por qué los niños q’eqchís son tan bellos.