En el camino que había que hacer desde San Luis, la cabecera municipal, a Machaquilaíto, la aldea donde yo vivía, había una aldea por la que frecuentemente pasaba. Se llama y se sigue llamando Seamay. A la entrada de esa aldea vivía Qawa’ Teuan (Señor Esteban). Pasaba por allí con mi caballo y, si él estaba en casa, salía a saludarme y me invitaba a descansar un ratito en su casa. Una jícara de agua de maíz quebrantado, una hamaca, y la conversación suave.
Qaawa’ Teuan en ese momento no era nimqiwiinq (hombre principal, hombre anciano), era relativamente joven, unos 30 años entonces. Pero era evidente que unos años más tarde sería hombre principal. El era entonces la persona a la que los hombres principales le encomendaban muchas responsabilidades en el servicio a la comunidad.
Una de esas veces que pasé por ahí y me invitó a descansar del camino, un hijito de él de unos dos años y medio, si mucho tres, se sentó en el suelo, entre nosotros. No me era fácil seguir serenamente la conversación, porque el niñito estaba intentando partir con un machete chiquito una semilla de corozo. La semilla de corozo es muy dura y al niño le costaba partirla. Yo no estaba tranquilo, pensaba: en qué momento se va a cortar las manos el niño, o se va a dar con el machete en sus pies desnudos. El niño interesado en partir la semilla de corozo, seguía la lucha por quebrarla. Yo quería levantarme y quitarle al niño su machete, o decirle a su padre que se lo quitara. Su padre estaba imperturbable, no se le movía un músculo de la cara, bondadoso, sereno.
Cuando con mi caballo continué mi camino por la maravilla de la selva, seguía yo asimilando cosas: el padre confiaba en su hijo, tenía seguridad en su hijo, y esa confianza le daba al niño serenidad y seguridad: la serenidad y seguridad que el padre le retransmitía. El padre no le retransmitió prohibiciones, ni le regañó, ni le reprimió: confió en él, le dio seguridad.
Así crecen los niños q’eqchís, libres y seguros de sí mismos.